No solo con pólvora y cañones se han ganado batallas. A lo largo de la historia los ejercitos han usado todo tipo de cochinadas para destruir al enemigo.
En Mesopotamia, auténticos precursores de la guerra biológica, los asaltantes de las ciudades introducían cadáveres putrefactos de animales o humanos para provocar infecciones.
Los asirios, revolucionaron las técnicas de asedio, a ciudades fortificadas, envenenando los pozos de agua del enemigo con egotamina, una toxina producida por el cornezuelo del centeno, que produce severos trastornos gastrointestinales.
En la Edad Media, contra los asaltantes de un castillo, todo valía, de manera que los defensores llegaban a lanzarles orines e incluso ratas muertas. Pero los defensores no se quedaban atrás, llegando a catapultar cadáveres dentro de las murallas.
En el siglo XIII, durante la cruzada contra los Cátaros, los defensores del castillo de Beaucaire lanzaron a sus asaltantes sacos de azufre, estopa y brasas ardiendo que producían un humo asfixiante. También se obtenía un gas letal mezclando azufre, pez, resina y estiércol de caballo.
Los antiguos chinos fabricaban bombas lacrimógenas con hierbas y arroz que, al quemarse, emanaban un humo muy irritante.
Ahora bien, la primera vez en la que podemos hablar con propiedad de empleo de armas biológicas fue en el año 1763 en el marco de la Guerra de los 7 años.
Los británicos, que combarían a los franceses en sus colonias de norteamérica, tuvieron que hacer frente también una rebelión de los Indios Otawa, comandados por su cacique Pontiac.
La mayoría de las tropas estaban combatiendo a los franceses, de manera que los colonos ingleses no podrían hacer frente a una revuelta general de los indios.
En este contexto, al coronel Henry Bouquet, jefe de Fort Pitt, se le ocurre una idea para mermar las tropas indias sin necesidad de combatir, localiza a todos los enfermos de viruela y les entrega decenas de mantas con las ordenes de restregárselas por el cuerpo y dormir con ellas.
Días después, el general británico Jeffrey Amherst cita a los mandatarios de los indios a una reunión para negociar una posible paz, como símbolo de buena voluntad, les hace una serie de regalos, entre ellos, las mantas que habían usado los enfermos de viruela.
Los jefes indios regresan a sus campamentos y reparten los regalos de los ingleses, unos días despues, comienza la epidemia de viruela cebándose especialmente en los niños y los ancianos.
Obviamente los indios ya no estaban en condiciones de combatir, de manera que se vieron obligados a firmar una vergonzosa paz con los británicos.
Para desgracia de muchos millones de seres humanos la idea del coronel Henry Bouquet funcionó demasiado bien y los militares encontraron un auténtico filón en este nuevo tipo de armas, llegando a su máxima expresión en la Primera Guerra Mundial y el gas mostaza.
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